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La historia de Yana

En busca de mi lugar en el mundo, mi voz y mi futuro
Yana Stepaniuk se vio obligada a huir de Ucrania y llegó a Hungría sin nada, excepto esperanza.

Yana en casa con una sudadera verde y trenzas pequeñas en el pelo.

Yana en una pista de hielo con un gorro de lana rojo y otras personas patinando de fondo.

Cuando cierro los ojos y pienso en mi hogar, oigo música

Durante mi infancia en Zaporiyia, mi vida giraba en torno a la melodía: clases de piano, concursos, conciertos y, lo más importante, la bandura. El instrumento nacional ucraniano se convirtió en mi pasión, en mi voz, en mi forma de expresar todas las emociones que las palabras no podían. Tocaba, viajaba y soñaba con un futuro lleno de música. Pero la guerra lo silenció todo.

El día que comenzó, estaba con una amiga. Mi madre me llamó. "La guerra ha empezado". No podía creer lo que estaba oyendo. Al principio, todo estaba tranquilo. Luego, empezaron las sirenas y, después, los misiles. Todo el edificio tembló. El miedo se apoderó de mi cuerpo, pero mi mente solo pensaba en una cosa: mi familia. Mi madre. ¿Qué iba a pasar con ellos? ¿Qué me ocurriría a mí? Tenía que irme. No había otra opción.

La amabilidad de los desconocidos

Cogí lo poco que podía llevar y me puse en marcha sola. El 8 de marzo de 2022, comenzó mi viaje. Dejé atrás Ucrania y puse rumbo a Polonia, cruzando la frontera hacia un futuro incierto. Un hombre se dio cuenta de que estaba sola. Su mujer y su hijo también huían y me ofreció viajar con ellos. En ese momento de miedo, la amabilidad de un desconocido se convirtió en mi primer atisbo de esperanza. Juntos, viajamos hasta Cracovia.

La oficina de refugiados ofrecía cobijo de noche, pero al despertar, me encontré con un nuevo reto: no había transporte hasta Budapest. El temor, el agotamiento y una sensación de estar perdida que me abrumaba se apoderaron de mí. Llamé a mi madre llorando. "No puedo hacerlo", le dije. Me tranquilizó y, de algún modo, saqué fuerzas. Consulté los horarios de los trenes. Había uno que salía para Budapest en 20 minutos. Compré el billete, me monté en el tren y contuve el aliento hasta que llegamos. Tenía 18 años, estaba sola en un país nuevo, sin nada y sin entender el idioma. Un amigo me dejó quedarme con él tres días y, con la ayuda de voluntarios, encontré un lugar donde vivir.

Superando las barreras lingüísticas

Una mujer húngara me abrió las puertas de su casa y, durante un año y medio, viví con ella y conocí una nueva forma de vida, una en la que necesitaba Google Translate hasta para mantener una simple conversación. Una amiga de mi anfitriona conocía a alguien en IKEA. Buscaban colaboradores. Hice una entrevista y, unos días después, me contrataron. Por primera vez desde que me fui de casa, encontré algo de estabilidad. El trabajo significaba ingresos e independencia. Podría enviar dinero a mi familia, que lo necesitaba más que yo.

Desde que tenía 15 años, entendía el valor del trabajo. Mi familia no era rica. Quería ganar mi propio dinero, no depender de mis padres. Ahora, en Budapest, mi trabajo le dio sentido a mi vida. Me permitió crear mi propia vida. El idioma era mi siguiente reto. En Zaporiyia, empecé a aprender inglés. Pero aquí hay pocas personas que hablan ucraniano y tuve que esforzarme mucho. En casa, mi anfitriona y yo utilizábamos Google Translate a diario.

«Quiero compartir una parte de mí y dejar huella.»
Yana escaneando una almohada en el trabajo con un dispositivo portátil.

Rompiendo las barreras

En el trabajo, mis compañeros me ayudaron a superar los obstáculos. Fui mejorando poco a poco, día tras día. Un día, me di cuenta de que podía entender a los demás sin pedirles que repitieran lo que habían dicho. Fue como un pequeño milagro. Y, con el idioma, llegó la conexión. Hice amigos: ucranianos, húngaros... de todas partes. Paseábamos por los parques, visitábamos museos, jugábamos a juegos de mesa y, por primera vez en mucho tiempo, me sentí menos sola. Pero mi corazón seguía junto a mi familia.

Llamo a mi madre todos los días. Algunos días, tres veces. Si veo noticias de Zaporiyia, entro en pánico. Llamo inmediatamente. Necesito saber que está a salvo. En una ocasión, una explosión cerca de nuestra casa rompió las ventanas y a mi abuela se le cayó un marco encima. Sobrevivió, pero ahora las ventanas están selladas con madera y plástico. No pueden ver el cielo. Les pedí que se mudaran al oeste, más cerca de la frontera con Hungría. Mi hermano está en el ejército, mi padrastro no se puede ir porque sería reclutado y mi abuela se niega a dejar su casa. Perdí a mi padre cuento tenía 17 años. Fue tan difícil para mí seguir adelante después de aquello. Ahora, no podría soportar perder a nadie más.

Esperanzas de futuro

Sueño con abrir algún día una pequeña escuela de música, un lugar en el que los niños puedan disfrutar de la melodía. Como yo hice. Quiero compartir una parte de mí y dejar huella. Quizás algún día llegue a ser cantante o actriz. No sé lo que me deparará el futuro, pero sí sé que el trabajo me salvó. Me proporcionó un objetivo, independencia y la posibilidad de ayudar a mi familia.

Para los refugiados, el trabajo significa mucho más. Es el primer paso hacia una nueva vida. Es el puente entre la supervivencia y el sentido de pertenencia. Y demuestra, mejor que cualquier otra cosa, que estamos mejor juntos.